sábado, 26 de marzo de 2011

Agenda sobre la enseñanza de la actuación y la formación teatral


Forografías: Luz Adriana Obregón

Está en el aire. Lo apuntamos r.o. y quien esto escribe a propósito de la herencia de Héctor Mendoza. Lo mencionan Edgar Chías y Katia Tirado en sendas entrevistas. Y ahora, Luis Mario Moncada vuelve a publicar una interesante historia de Las escuelas teatrales en México (1868-2000). Es momento de discutir a fondo la formación teatral en nuestro país.

Sostiene Katia en entrevista con Antonio Castro, a propósito de su paso por el CUT, el espacio formativo que en los setentas y ochentas marcó una pauta para la formación actoral y que sigue imperando en la mayoría de las escuelas hasta treinta o cuarenta años después:

No sé cómo sea ahora. En aquel entonces, los maestros veían a los actores como instrumentos perfectos, subordinados perfectos. Era un espacio de jerarquías, de patriarcados, de sometimiento. Se trabajaba con una sola definición estética. No había espacio para más. Era un universo superficial, completamente mitificado, regido por poderes melodramáticos y miserables. En ese sentido, siempre preferí a Gurrola, ese sapo ondulante en el que abiertamente se reunían la belleza y el horror del mundo. Él no escondía nada. Era mucho más honesto.

Chías, cuya primera obra conocida (Último round) fue una extensión de los ejercicios mendocinos aplicados en el Colegio de Literatura Dramática y Teatro (ejercicios y pensamiento que se ubican al centro de tal canon), añade en una entrevista con Alejandra Serrano:

La mayoría de las escuelas de actuación en México están todavía leyendo las interpretaciones del Método, a través de Mendoza, Strasberg o Sekisano (sic). Para bien o para mal es el método dominante y eso hace que los actores tengan problemas para enfrentar otras teatralidades en donde sus herramientas realistas/naturalistas no alcanzan.

Con lo cual parece confirmar el temor implícito en las palabras de la performancera: poco ha cambiado de entonces a la fecha. Las escuelas de teatro y su absurda multiplicación en universidades de los estados, ofrecen “una sola definición estética”, una visión actoral única que corresponde a aquella forjada bajo el signo de la puesta en escena y sus jerarquías creativas; y todo ello al cobijo del mito de sus modernos fundadores.

En todo caso, más allá de una serena evaluación de los resultados, aportaciones y deformaciones, es evidente que esa visión del teatro y sus prácticas consustanciales, corresponden a una época que se ha ido.

Es momento de plantearnos pues algunas preguntas esenciales. ¿Qué escuelas para qué teatros? (nótense los plurales); pero esta primera respuesta sólo podrá venir luego de otra pregunta, ¿qué teatro para que sociedad? (nótese el uso genérico de ambos términos). Es decir, tratar de responder antes que otra cosa a la inquietud que hace ya más de veinte años dio lugar a uno de los proyectos formativos más interesantes del mundo, el del Instituto de Ciencias del Teatro Aplicadas de la Universidad de Giessen: ¿cuál es el lugar del teatro en la sociedad contemporánea?

Tal reflexión desde luego excede con mucho a un espacio como éste; por lo cual, me limito a plantear algunos temas e inquietudes que se entreveran con las respuestas a estas preguntas y con el curso que la formación teatral ha seguido en nuestros territorios.

En primer lugar, como he señalado en mis comentarios al texto de Luis Mario, llama la atención “que el sinónimo de formación teatral en México sea formación actoral. (...) ...parecería que sólo los actores necesitan profesionalizarse en las aulas; y prácticamente todos los esfuerzos formativos en nuestro país se dirigen a ellos.” Y esto se explica nuevamente en las ligas originarias entre escuelas y teatros de arte, así como en la subordinación del actor –señalada por Katia- que implica una escala de valores mediante la cual el director de escena se coloca de antemano en la cima de la pirámide. Incluso, la terminología que deriva de esta concepción del teatro ha terminado por “convertir –como afirma Hans-Thies Lehman- el poder de (su) tradición en normas estéticas”: actuación es interpretación.

La formación que deriva de esta variante interpretativa y literaria del teatro ha encasillado la labor del actor a alguien que hace personajes escritos por un autor bajo la guía del director, el único creador sobre la escena; y ha dejado completamente marginadas a las expresiones escénicas no literarias.

Como lo señalé también en mis notas al texto de Luis Mario, esto ha conducido a un teatro sin especializaciones, es decir, sin identidades variadas; y eso equivale a un teatro sin públicos. O, mejor dicho, con un sólo público; constituido en una proporción muy alta por los propios teatreros. Un teatro endogámico.

Habría que añadir aquí que la falta de especialización se complementa con una ausencia casi total de actualización. Con excepción de los procesos formativos no institucionalizados de dos o tres grupos (literalmente) que se dan oportunidad de experimentar con los lenguajes de la escena, el grueso de la gente de teatro se forma “de una vez y para siempre.” En la infraestructura cultural del estado no hay un solo espacio para la investigación práctica del teatro, y cuando la iniciativa individual los ha abierto, la respuesta de una comunidad hecha a imagen y semejanza los ha desdeñado (desde hace tiempo ha llamado mi atención el hecho de que luego de quince años del Encuentro internacional de teatro del cuerpo, hoy Transversales, los teatreros profesionales que han participado en sus talleres con algunos de los creadores más interesantes del orbe, se cuenten con los dedos).

Y aquí el problema señalado por Edgar Chías respecto al canon “realista/naturalista” que comienza y termina con una definición donde todo es erróneo y anacrónico: “actuar es responder a estímulos ficticios como si fueran verdaderos.” En mi opinión, no se puede discutir la enseñanza de la actuación aun en la concepción literaria-interpretativa del teatro sin discutir primero dos puntos fundamentales: ¿nos interesa el realismo como un estilo histórico claramente fechado o nos interesa explorarlo como una relación dialéctica siempre cambiante entre aquello que definimos como la realidad y la manera de capturarla sobre un escenario?; y, completamente entreverado con esto, ¿cómo entendemos, en la apoteosis de la so called sociedad del espectáculo y a la luz del pensamiento teórico contemporáneo, los conceptos de ficción y realidad?

Pero volvamos a las preguntas fundamentales que abren estas notas. Resulta estéril discutir acerca de la formación teatral sin tomar en cuenta el contexto cultural y los modos de producción en los que se lleva a cabo nuestro teatro. La formación está definida por una serie de posturas políticas en torno a las circunstancias en que se realiza y a una ética de la profesión que se manifiesta en su praxis (no quisiera tener que mencionar la larga lista de abusos, incluidos varios que podrían tipificarse como violación a los derechos humanos, que han sucedido en escuelas regidas bajo criterios como los descritos por Katia Tirado).

Como lo señalan varios autores en un libro modélico sobre las políticas de la enseñanza actoral en los Estados Unidos (The Politics of American Actor Training, edited by Ellen Margolis & Lissa Tyler-Renaud, NY, Routlege, 2010), el contexto de la formación teatral no puede hacer caso omiso de una voraz industria del espectáculo que explica la enorme demanda y la profusión de escuelas (hasta en las universidades hoy día el alumno es un cliente y eso tampoco puede pasarse por alto), que determina gran parte de sus prácticas y sus contenidos, aunque de todos modos rechace a más del 90% de sus egresados y casi siempre sea la antítesis ética y estética del teatro.

Imposible, en ese sentido, no considerar los elementos de racismo (o al menos criollismo) determinados por los estereotipos de la TV, del cine (trasnochado indigenismo) y de los castings, que algunas escuelas repiten acríticamente; o el centralismo que se expresa en instancias formativas que ofrecen (¡en la era global!) cursos de “neutralización de acentos”; o las mentalidades colonizadas que han expulsado de los programas de estudio toda referencia a la historia teatral o las manifestaciones escénicas no oficiales de nuestro país. Una discusión seria sobre la formación implica también una reflexión amplia sobre actoralidad e idiosincrasia.

En lo que se refiere a las condiciones de producción, hay que tomar en cuenta que, a diferencia de las profesiones liberales, la formación artística está íntimamente relacionada con las identidades, es decir con modos de situarse en el mundo, y que ésta se completa sólo en la vida profesional. El divorcio entre la vida escolar de los estudiantes de teatro y su violento aterrizaje en la realidad de la profesión (actores entrenados bajo ciertos ideales artísticos y convertidos de la noche a la mañana en carne de casting) abre un hueco en el que se pierden prácticamente todos los esfuerzos formativos y del que muy pocos logran salir ilesos.

Este divorcio sólo es equiparable al que se presenta –ya señalado por Luis Mario- entre las estructuras de enseñanza académica de las universidades y las condiciones de enseñanza requeridas por la creación. El viejo pleito con la Facultad de Filosofía y Letras que condujo hace ya cincuenta años a la creación del CUT, no sólo no ha sido resuelto por la propia UNAM sino que se reproduce hoy en más de veinte universidades del país, en ciudades donde no existe un teatro con condiciones mínimas de profesionalismo.

El escritor Heriberto Yepez ha propuesto que las universidades deben abrir sus esquemas y “considerar a la creación como generadora de conocimiento”; y los practicantes del teatro deben cambiar ya una mentalidad que considera a los artistas, en palabras de Margules, como un gremio de “idiotas sensibles”.

Si en algo pueden contribuir las estructuras universitarias, amén de sus tareas pospuestas como promotores del teatro estudiantil y productores de un teatro libre de ataduras ideológicas o comerciales, es a hacer del creador escénico –llámese actor, director, autor, performer o lo que sea- un investigador, un creador-crítico -la única forma admisible de hacer teatro hoy-, un artista capaz de escudriñar las dinámicas de la sociedad contemporánea y ajustar sus estrategias y prácticas conforme al lugar que la escena ocupa en esa sociedad o puede tomar en espacios específicos de ella.

R.O.


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