viernes, 18 de mayo de 2012

Precariado escénico / Rubén Ortiz





1.
El 27 de abril del 2011 se publicó en el blog La isla de Próspero un texto de mi autoría llamado Fe de erratas o por qué no apruebo la 226bis. Y dado que se me invita a reproducirlo o reflexionarlo, prefiero hacer lo segundo.
El texto de marras que cualquiera puede consultar se trataba de un asunto de emergencia y así fue escrito: como muchos compañeros, sin saber bien a bien de qué iba el asunto de la 226bis, fui corriendo a hacer bola a la Cámara de Diputados el día de la votación. Total,  que de la redacción de la iniciativa que entonces leí al texto que se publicó, la diferencia era notable: la ley pasaba de apoyar “proyectos de inversión en la producción teatral nacional” a “montajes de obras dramáticas”. Repito pues mi conclusión:
No, definitivamente me retracto de mi adhesión al 226 bis, por una razón muy sencilla: tal como está redactada es inequitativa, favorece a un solo modo de producción y deja fuera otro tipo de propuestas escénicas que, en un país democrático y en un ámbito plural, no pueden ser dejadas de lado sin que de esa manera se lesionen derechos básicos.
Que por “determinada obra teatral” y “producción teatral nacional” se entiendan productos culturales que requieren de “obras dramáticas” para ser validados como tales, es tan absurdo como considerar que el contrato matrimonial sólo ampara a parejas compuestas por ambos sexos; o que a ciertos derechos sólo pueda acceder el varón, entre 25 y 60 años y casado; o que no se pueda registrar civilmente a un hijo concebido fuera del matrimonio. Vamos, si en la ejecución de los derechos a postular por un financiamiento del Estado, por teatro se entiende aquél que se hacía hacia 1950, vamos también quitándole a las mujeres el derecho a votar.
Y, en efecto, en tanto que desde 1990 hasta la fecha, la mitad de mi carrera escénica y la de muchas personas dignas de admiración (en México y el resto del mundo) se ha hecho sin recurrir a una obra dramática, sin menoscabo de su calidad, no puedo menos que manifestar mi completa disconformidad.
Quien o quienes hicieron la enmienda, lo hicieron con ignorancia o con mala fe. Y eso es algo que no puedo apoyar.

A esta retracción puedo sumar ahora el que en el colectivo intentáramos cumplir sin éxito los requisitos de la convocatoria, sobre todo por mi negativa a ser una extensión de la Secretaría de Hacienda para andar haciendo auditorías a las empresas y debido a que simplemente no hallamos negocios cuyo porcentaje de ISR alcanzara para algo más que chicles.
Ahora bien, las razones esgrimidas en el último párrafo sonarán, ante todo para quienes obtuvieron el respaldo, pura holgazanería o, aún peor, pruritos de artista puritano.
Les concederé la razón a cambio de imaginar que este asunto es más complicado de lo que parece, pues hasta donde diversas investigaciones nos dejan ver, iniciativas como éstas no son sino consecuencia de movimientos sociales más generales y, desde varios puntos de vista, mucho más graves.

2.

Quien haya tenido la decencia de pararse temprano en las últimas dos muestras nacionales de teatro para asistir a las mesas de discusión de políticas públicas organizadas por el Citru, tendrá elementos para imaginarse en qué contexto aparecen iniciativas como la 226-bis: primero (como demostró el investigador Bolfy Cottom en Campeche), se trata de resoluciones hechas por un Estado en retirada de los compromisos adquiridos como administrador de recursos sociales: educación, salud, cultura, etc. Si bien el modelo paternalista es detestable, no es el único modelo imaginable para un Estado,[2] y el problema mayor ha sido cuando el reculamiento estatal viene acompañado por el empuje de la voracidad del mercado libérrimo.
El asunto no es nuevo (y esto ya no es de Cottom, sino parte de mi estudio actual): la crisis del 2008 y la que está pasando por Europa, [3] proceden de la insistencia en la piedra de toque del (neo)liberalismo afianzada bajo las imposiciones reagan-tatcheristas: que el Estado deba apartarse de la regularización de los servicios públicos y de toda transacción mercantil,  para que los mercados puedan competir en libertad, y dando por hecho su capacidad de autorregulación. (Justamente estas crisis provienen de que los mercados sean incapaces de autorregularse, al punto de que en la última reunión de Davos los dueños del mercado mundial dieron por falsa la tesis smithiana de la “mano invisible” y se plantean algo así como “el relevo del capitalismo”).
Esta sencilla premisa (dejar al mercado la libertad de acción sobre el cuerpo social) depende de un giro de perspectiva acerca de quiénes son los actores de la sociedad de mercado: no se trata de la persona jurídica (sujeto del derecho) ni de la persona social (sujeto de construcción y protección del Estado), sino del homo œconomicus (golem de la economía política).[4] Este homo œconomicus tiene, a fin de cuentas, su modelo ideal en el empresario. El neo(liberalismo) se imagina una feliz Disneylandia construida con relaciones entre empresarios que, por supuesto, requiere ser sostenida por trabajadores vueltos consumidores. Y dentro de este ecosistema, en los últimos años se ha presentado un salto evolutivo singular: la aparición del trabajador precario.[5] No se trata ya del proletario, trabajador fordista que se suma a un engranaje industrial con su mano de obra, y que es capaz de organizarse en sindicatos para negociar políticas de protección a través del Estado; se trata de un ser que se enfrenta vis a vis con las exigencias del mercado, pues él mismo ha pasado a ser su propio patrón. Es aquel para quien el tiempo de trabajo ha permeado toda su existencia: se capacita sin cesar, su ocio depende no de un tiempo libre sino de tiempos para retomar fuerzas. Un sujeto que, heredero de las luchas sesentaiochistas,[6] no cumple ya con un horario de trabajo en una empresa: él es su propia empresa y pone su fuerza de trabajo en labores intermitentes, con lo cual ahorra a las verdaderas empresas (privadas o para estatales, pero a fin de cuentas las que hacen las leyes y obtienen las ganancias) todo el dinero que el proletario obtenía en seguro social, pensiones, liquidaciones, aguinaldos y demás prestaciones. Un trabajador que para el que vivir y trabajar ya no tienen mucha distinción y es, por tanto, experto en el miedo, el oportunismo y el cinismo.[7]
El trabajo precario es, pues, el summum de la dinámica neoliberal y nadie mejor que los artistas (incluso hay teóricos que llaman a este modelo “modelo artístico), para expresarlo en toda su potencia. Y nada mejor que la irrefrenable aparición del modelo de “industrias culturales”, para mostrar lo que esta dinámica está significando para la cultura.[8]
Se entiende pues, que “iniciativas” como la 226bis prosperen entre el precariado artístico. Pasa lo mismo que con el Fonca y con los cursos de “autogestión”: el Estado se repliega y todo queda bajo el marco de la competencia atomizada: el que mejor  entiende los mecanismos de competencia, más consigue. Se trata de la instalación de una segunda naturaleza donde priva la Ley de la selva, aquí denominada (por Rodolfo Obregón) el “arte nuevo de hacer carpetas”, donde, además:
 A lo largo de los últimos años se ha edificado una densa arquitectura institucional compuesta de incubadoras, planes de promoción, oficinas de información, eventos, charlas y talleres, líneas de financiación o espacios de co-trabajo, que complementada con programas de televisión, eventos públicos, películas libros y revistas, han impuesto un modelo empresarial muy específico en el campo cultural: la figura del emprendedor/a cultural. Este proceso ha venido acompañado por importantes cambios en las políticas públicas y los discursos que las sustentan. Un ejemplo de esto es la escisión entre la tradición que considera que el acceso a la cultura debe ser un derecho básico de la ciudadanía garantizado por el Estado versus quien considera que la cultura es un recurso que hay que aprender a explotar y promover como tal. Por primera vez las políticas culturales se diseñan siguiendo fines económicos y la cultura se valida dependiendo de su capacidad de crear riqueza o empleo. Esto tiene consecuencias directas en el tipo de proyectos o iniciativas que se promueven, las prácticas culturales más experimentales o minoritarias padecen una constante pérdida de recursos y visibilidad. De forma paralela desde las diferentes administraciones se deja de hablar de subvenciones y ayudas para hablar de inversión pública, intentando de esta manera promover dinámicas de carácter económico en el que el riesgo y la sostenibilidad se tornan elementos centrales de las prácticas culturales.[9]

Y, a mi parecer, uno de los riesgos más determinantes de estas dinámicas que tienden a naturalizarse si no se les pone en contexto, tiene que ver con la atomización de los esfuerzos: cada convocatoria, cada programa público destinado a los que “hacen la cultura” está dirigido –como ha demostrado y sigue demostrando impecablemente Patricia Chavero-[10] hacia personalidades particulares o personas físicas, en detrimento del empuje colectivo.
Y esto, sumado a que burocráticamente la otra opción pasa por la educación príista del corporativismo (es asombroso, por ejemplo, que nadie repare en cómo la Compañía Nacional de Teatro ha reproducido la rotación de poder que el PRI aprendió del stalinismo y que propició “la dictadura perfecta”), lo que tenemos para el teatro es la incentivación de resultados privados por encima de procesos colectivos. Y que la gente de teatro sólo responda en estados de emergencia no es extraño, ya Spinoza se preguntaba cómo era posible que la gente luchara tanto por su esclavitud como si fuera su mismísima libertad.
Pero, habría que insistir, esta imposición del “precariado empresarial” no significa una condena. Implica, para quienes imaginan otro teatro, otra cultura y otro país, la necesidad y la oportunidad de generar espacios de diálogo que no sólo tengan que ver con nuestras demandas urgentes, sino primordialmente acerca de lo que imaginamos que la cultura y el teatro tendrían que ser en un país tan lastimado pero con aspiraciones democráticas. Y más aún, tal como va el estado de cosas en nuestro país,  todo esto nos podría llevar a imaginarnos menos como artistas y más como ciudadanos con capacidad de incidir en la construcción de las políticas públicas que tienen que ver con la construcción de una cultura robustecida.
Y me temo que si no cambiamos la mirada desde nuestras demandas, hacia nuestros compromisos como ciudadanos, si no comenzamos a imaginarnos lazos solidarios en medio de las diferencias irreconciliables entre nosotros; en la próxima Muestra Nacional de Teatro (parafraseo a Héctor Bourges) a nuestras obritas no vendrán espectadores curiosos, sino conciudadanos desesperados dispuestos a saquear lo que llevemos, incluso nuestras vidas. Al final, mutatis mutandis, ¿no es eso lo que ya está sucediendo?



[1] Pedagogo, investigador y artista escénico. Director artístico de La comedia humana y coorganizador de Re/posiciones, Foro de Escena Contemporánea.
[2] Véase la interesante discusión entre el mismo Cottom y Eduardo Cruz Vázquez en la segunda mesa de Guadalajara, en 2010:
[3] En el reciente Seminario “Crisis global y Nueva crítica”, el filósofo Eduardo Subirats y el economista Celso Garrido se refirieron a la crisis presente desatada en 2008 como una crisis “que compromete no sólo a la economía, sino a la propia especie humana”, FFyL, 13-14 de marzo de 2012.
[4] Sigo aquí las aseveraciones de Michel Foucault en sus cursos vertidos en El nacimiento de la biopolítica, FCE, México, 2007, así como ciertas interpretaciones de estos textos por Lazzarato o Jaron Rowan.
[5] De la abundante bibliografía sobre los conceptos de precario, precariado y precariedad, remitiremos aquí, debido a su enfoque en la producción cultural, sólo al artículo “Gubernamentalidad y precarización de sí. Sobre la normalización de los productores y las productoras culturales”, de Isabell Lorey, contenido en Producción cultural y prácticas instituyentes. Líneas de ruptura en la crítica institucional, Traficantes de sueños, Madrid, 2008, p.57.
[6]  Véase el concepto de “crítica artística” acuñado por Luc Boltanski y Eve Chiapello, en El nuevo espíritu del capitalismo (1999), Madrid, Akal. Cuestiones de Antagonismo, 2002. Asimismo es interesante su refutación por parte de Maurizio Lazzarato en el artículo “Las miserias de la «crítica artista» y del empleo cultural”, en Producción cultural y prácticas instituyentes. Líneas de ruptura en la crítica institucional, Traficantes de sueños, Madrid, 2008
[7] Véase Paolo Virno, Gramática de la multitud, Traficantes de sueños, Madrid, 2003. No se trata de términos necesariamente negativos, sino de estrategias de reacción y sobrevivencia.
[8] A este respecto véase, por ejemplo, la crítica que hacen los comités de cultura de los indignados, que consigno en la entrada “De indignados”, de La isla de Próspero. Pero para apoyo con autoridad véase también los artículos “La industria creativa como engaño de masas” de Gerald Raunig y “Contra la clase creativa” de A. De Nicola, B. Vecchi y G. Roggero, también en Producción cultural y prácticas instituyentes.
[9] Rowan, Jaron “Marcas, sujetos-empresas y otras formas de vida contemporánea, en Revista Quimera, num. 28, febrero de 2008, y también en http://www.demasiadosuperavit.net/?p=101, consultado el 12 de marzo de 2012
[10]  Chavero, Patricia, “Producción teatral y política cultural”, en Memoria del foro de análisis de políticas públicas relativas al sector teatro, CITRU, pp. 9-47, en línea en http://www.citru.bellasartes.gob.mx/investigacionesenlinea/html/archivos/ec/fa/foroanalisis.pdf

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